16 jul 2012



Hoy me llamo Gastón, tengo 34 años y estoy solo.  Me llamo Gastón, pero bien podría llamarme Facundo. Los nombres no importan. A la gente que me ve, que interactúa conmigo en la calle poco le importa cómo me llamo. Simplemente me saludan o me putean, simplemente. El verdulero de la esquina de casa cree, hace varios años, que mi nombre es Andrés y me trata como a un Andrés, me dice, yo de chico tenía un amigo que se llamaba igual que vos, era igual de boludo; se rasca el culo, eructa y repite la última frase, igual de boludo, se ríe de manera burlona y termina su escena. En cambio, Julio, el almacenero, me trata como a Juancito, el hijo que se fue a Europa para no volver. Cada vez que me ve, me pide:  Juancito, quedate a tomar la leche, te abro las galletitas que te gustan a vos. Yo siempre le respondo, Don Julio, no me rompa las pelotas, yo no me llamo Juancito, no soy su hijo y a mí me gustan los manices, no las galletetias. Me voy corriendo antes de que empiece a llorar y llego a casa. Llamo a Luisa, mi novia y me trata como si fuera Ernesto su ex, me discute: no Ernes, hoy no nos podemos ver, yo estoy de novia, con… con… con mi novio, así que no insistás, y corta.
Conocer gente es harto tedioso, es casi como ir al banco o pagar impuestos, se torna burocrático. Formalismos y más formalismos.  ¿Y para qué? ¿Para qué sonreír? ¿Para qué halagar, hablar de uno mismo? Contar chistes, intimidades, problemas, etc. ¿Eso nos hace más queribles? Lo dudo. Mi mamá suele decirme, Hernán (Hernán es mi hermano), vos lo que tenés que hacer es conocer a una buena chica, que sea compañera, estudiosa, trabajadora, de buena familia y si es linda mejor. No podés estar todo el día rezongando porque la gente te habla raro, tal vez será que vos sos el raro. Ay, Pablito (Pablo es mi viejo), no quiero que crezcas como tu tío Osvaldo, solterón y pelotudo.
No sé si los decires de mi madre, si ver a cientos de parejas por los parques tomadas de la mano o si son las galletas de telgopor que me como, pero algo de todo eso me llevó al día de hoy.  Te vi. Te vi en la esquina de Libertad e Independencia esperando el 136, te vi luego en el quiosco comprando un Topolín— me diste ternura—, te vi anoche en mis sueños, te vi hace cinco minutos en este mismo bar, entré y no pude resistirme y me senté acá, en frente tuyo. Tenés poesía en los labios, apuesto a que sí. Yo sé tocar valses hermosos y un blues que te puede enamorar. Pero por sobre todo me gustan los patos, aunque sean raros, me gustan porque son raros, me gustan los días de lluvia. Para mí te llamás Cielo, tenés 30 años y estás sola. Hoy me llamo Gastón, tengo 34 años y estoy solo.
Creo que nos debemos un café, no sé si para hablar del clima que hace afuera o del que hace acá adentro, donde no se ve ni se toca. Tomemos un café como si mañana fuéramos a quedarnos sin sentidos y este fuera nuestro último café, el último aroma, el último segundo. En fin, te digo todo esto porque el café se nos debe porque simplemente no hay nada mejor para esta tarde de llovizna que dos que no se conocen


Yo: — ¿Qué cosa?—como un acto reflejo, sorprendido
¿C?:— La cuenta
Y: —2 y 2 son 4, 4 y 2 son 6, 6 y 2 son 8 y 8, 16 —con la melodía de La Farolera
¿C?: —Me refería a la cuenta, al té con miel que me tomé. Disculpame, ¿Usted no es el mozo?
Y: — Ehh… Si, esteeeee. Son 5 pesos.
¿C?: —Sírvase y guarde el cambio.
Y: —Gracias, muy amable—Me levanto y salgo del bar. Afuera llueve. Hoy me llamo Gastón, tengo 34 años y sigo  solo.

¿C?: —Sírvase y guarde el cambio.
Y: —Gracias, muy amable—Me levanto y salgo del bar. Afuera llueve. Hoy me llamo Gastón, tengo 34 años y sigo  solo.

¿Cielo?: — ¿Cuánto es? —me pregunta indiferente