2 dic 2010

Escritor en café-1

Llueve, Las gotas se esparcen una a una por las ventanas del bar como no queriendo descender, hasta podría decirse que poseen pequeñas garras que se prenden a los vidrios en un vano intento de resistencia. De los ventanales empañados parecen surgir letras, palabras que me dicen algo, un mensaje cifrado. Pestañeo pero las frases se pierden y me lamento.  Un nuevo día, la misma cita. El papel se encuentra delante de mi rostro pidiéndome que le hable, que conversemos, que tengamos esa charla única que sólo pueden tener un escritor y su materia prima. Pero lo observo y esta vez pienso, no, hoy no va  poder ser.
            Un murmullo que cada vez se hace más audible me ataca desde todos los ángulos. Otra vez, miles de palabras que se confunden entre la multitud, otro mensaje que no alcanzo a codificar. ¿Será que hoy no estoy muy sensible? Tal vez esa sea la razón, o mi musa se fue de paseo. Recuerdo cuando escribir me resultaba tan fácil o más que respirar: nada más que sentarme frente a la computadora o un cuaderno en blanco y mi mano se movía sola, presa de fuerzas de orígenes inexplicables, llenando páginas y más páginas.
            ¿Qué necesito para escribir? Trato de buscar en mi memoria algún disparador, algo a lo que aferrarme desesperadamente, para seguir viviendo. Un recuerdo triste, eso siempre ayuda. Busco muertes de familiares, rupturas amorosas, fracasos laborales. Nada, parece que hoy no es mi día.
            El sobre de azúcar me atrae fuertemente. Ese no lo tengo, me digo. Hace unos años los junto, mi colección casi supera los mil sobrecitos. Este tiene un dibujo extraño, un monigote un tanto deforme que juega al ajedrez con un elefante. Lo tomo y lo guardo en mi bolsillo derecho.
            Mis pupilas deambulan por todo el recinto buscando una imagen que apuntale a mi imaginación, hasta que por fin encuentro “algo”. Mejor dicho encuentro a alguien. En mis relatos he imaginado miles de mujeres, bellas y no tanto, cada una se adecuaba a la trama en sí, cada elemente encajando perfectamente como en un rompecabezas. Sin embargo, la dama que vislumbraron mis ojos no se parecía a ninguna que hubiera pensado. Era una de las señoritas que atendían las mesas, vestía un delantal blanco. Cada tanto se acomodaba el pelo detrás de su oreja izquierda y en ese acto iba moldeando su rostro más y más. Sus ojos variaban entre el verde y el azul dependiendo de la luz a la que se vieran sometidos; me llamó la atención el hecho de que en ningún momento la vi sonreír.
            Le hice señas para que se acercara a mi mesa, necesitaba otro café y además aprovecharía para admirarla más de cerca. Temía tanto que se esfumara al ir reduciendo su distancia a mí, que no dejé de mirarla ni un instante. Quizá por eso se sonrojó un poco al hablarme:
-Hola ¿Querés que te traiga algo más?-dijo y sus pómulos se tornaron más rosados.
-Si ¿Puede ser otra lágrima?-le dije señalándole la taza vacía.
-Cómo no. ¿Algo más?-y vi sus ojos con mayor precisi
-Si, una idea- allí mismo sucedió el milagro. Al unísono sus bellos ojos cobraron un brillo que antes no pude apreciar y su boca se amplió en la medida justa: la sonrisa tan esperada.

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